viernes, 15 de agosto de 2008

La caída de Babel

El Sr. Barnley tenía un cabreo monumental. Minutos antes había culminado con éxito la primera prueba con seres humanos -él mismo- del invento que él y sus colegas habían venido desarrollando durante los últimos 12 años: la máquina traductora cerebral. A las 10:32 el Sr. Barnley -quien había sacado la pajita más larga dos minutos antes- se colocó el casco de los electrodos. Sentía un suave cosquilleo en la piel y los bordes de algunos de los objetos del laboratorio se desdibujaban (en realidad era la máquina la que proyectaba los resultados de sus cálculos en el córtex del Sr. Barnley y su cerebro interpretaba esas señales como provenientes de sus ojos y epitelio). Si no hubiera estado sentado en ese momento, lo habría pasado un poco mal.

El Sr. Sörensen le trajo el libro. La difunta señora Barnley le había regalado a su marido un libro en japonés -de Kenzaburō Ōe- para que lo disfrutara cuando hubiera tenido éxito y así compartirían ese momento aun cuando ella hubiera ya desaparecido a causa del cáncer. Ahora, por fin, llegaba el momento. Pensó en su esposa, sonrió y, entre miradas expectantes, abrió el libro. Sus compañeros de departamento ni respiraban.

Se cagó en Dios y en todos los santos. Luego en su puta madre -la de un desconocido impersonal-. Se acababa de leer la última página del libro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Si no es por ti no lo pillo!!! Eureka