martes, 30 de marzo de 2010

Una mochila

Una mochila era todo cuanto llevaba por la vida. Una mochila con algo de ropa, un par de libros que iba cambiando gratuitamente por otros cuando podía y montones de cuadernos con sus escritos. Era una mochila de tela gris que había sido caqui con unas hebillas de latón llenas de arañazos y medio rotas que, más que sujetar las trabillas, las adornaban. Todo cuanto le importaba en la vida, o estaba en su cabeza, o estaba en la mochila, o era algo tan efímero e inalcanzable como una puesta de sol, el gorjeo de unos pajarillos o el sonido de la lluvia sobre las hojas de una palma.

Durante bastantes años de su juventud había tratado de escribir para que otros lo leyeran; había soñado con ver montañas de libros suyos apilados cerca de la mesa donde firmaría autógrafos; su vida sería la de un alma libre que pasaría sus días allá donde cada día le llamara. Los días pasaban, los cuadernos se llenaban y su mochila cada vez pesaba más. Eso hizo que sus piernas y su espalda se hicieran más fuertes aunque los zapatos le duraban menos. Tuvo que dejar de usar sandalias y alpargatas y pasarse a las botas de montaña aunque fuera verano. Pues era más cómodo. Y los días pasaban y el contenido de la mochila iba creciendo. Lo más raro era que la gente miraba con extrañeza aquellos cuadernos cuando se los mostraba. Ponían cara de sorpresa e incredulidad con una falsa sonrisa de "oye, me encanta". Pero él sabía que no lo entendían y los cogía, los metía en la mochila y se iba con sus cuadernos a otra parte.

La mochila se desgastaba y se descosía y en cuanto se le rompió una de las correas que la sujetaban a la espalda, supo que tenía que empezar a tomar decisiones. Encontró una encina solitaria a unos cientos de metros, en mitad de un campo recién sembrado de algún cereal y se sentó a su sombra. Vació la mochila sobre el suelo y miró lo que que había. Guardó todos los cuadernos menos uno en el que había tres versiones ridículamente inacabadas de la que iba a ser su primera novela, sus bolígrafos y portaminas, un libro de Hesse y otro de Stendhal, algo de ropa para cambiarse y metió la comida en una bolsa de plástico para llevar en la mano. Dejó el resto de cosas, inútiles, en un hoyo que escarbó junto al árbol, las cubrió con ese cuaderno de tapas amarillas y echó tierra por encima.

Se viajaba muchísimo más ligero sin ese cuaderno.

Pasaban los años y siguieron los rechazos. Y su mochila cada día estaba más raída y debía viajar más ligera. Quedando fueron los cuadernos por el camino y menos prisa tenía por llegar a ningún sitio. No había llegado a los cincuenta cuando un único cuaderno, su bolígrafo azul de recambios, el bic negro, un portaminas del 0.35 y la camiseta que no llevaba puesta ese día eran cuanto llevaba en la mochila. Y lo cierto es que se sentía más libre que nunca. Escribir esos cuadernos le había dado la libertad que tanto ansiaba de joven. Eran feliz y se sentía pleno. Eso solía pensar cuando se acostaba por las noches bajo un manto de estrellas.

Pero en sus sueños una sombra le perseguía y le agarraba de los tobillos cuando intentaba trepar a lo más alto. Le agarraba de los hombros cuando quería correr. Le tapaba la boca cuando necesitaba gritar. Con las luces del alba desaparecía y entonces escribía y vagaba y vivía y, de vez en cuando, mostraba sus escritos sin la esperanza de que nadie los publicara.

Un día de finales de verano estaba muy cansado y se tumbó bajo la sombra de unos chopos a la ribera de un riachuelo de montaña. Abrió los jirones de mochila que quedaban y sacó el cuaderno azul donde escribía últimamente. Lo abrió por la última página que quedaba en blanco y comenzó a escribir con su portaminas hasta llenarla casi hasta el final. Estaba muy, muy cansado. Escribió FIN.

Con sus últimas energías, escarbó un pequeño hoyo en el suelo y metió allí el cuaderno. Con sumo cariño lo cubrió de arena y cerró los ojos. Sabía que esa noche la sombra ya no vendría.

El cuerpo estaba frío cuando el encapuchado llegó acompañado del sonido de mecanismos y cadenas. Se arrodilló junto al hombre y desenterró con sus manos descarnadas aquel último cuaderno y lo devoró allí mismo. Llegó a la página final e hizo algo que jamás había hecho: lloró. Y guardó aquel cuaderno azul entre sus ropas, junto con los demás que había ido desenterrando y leyendo.

Y antes de irse, por segunda vez esa tarde hizo algo que nunca jamás había hecho. Se arrodilló ante aquel hombre sencillo y colocó entre sus manos un grueso cuaderno de tapas negras y espiral dorada.

4 comentarios:

Maria dijo...

Jo me has hecho llorar :'(
No quiero decrite nada más, tu sabes bien lo que pasa por mi corazón.
Un beso y te quiero.

Katy dijo...

No está mal lo que bien acaba...
Hay etapas y sueños que cuesta mucho cargar a la espalada. Es mejor aligerar el equipaje.
Un beso

Anónimo dijo...

Hola Natxo!! Un relato muy bien contado, triste y real. Abandopnar las cargas te posibilita seguir con más fuerza.
Saludos

punklady dijo...

Joer Natxo...el sueño exo realidad de andar con la mochila propia con el menor peso posible...
Espero ke todos podamos lograrlo antes de kedarnos frios sin darnos cuenta. Un besote.